I
Quisiera cerrar los ojos y no abrirlos, soplar los cerillos hasta que se materialice el deseo.
No abrirlos hasta que algo me garantice
que despertaré del lado de la cama que prefieres,
ese que no cedes fácilmente
a menos que el amor te venza.
Quisiera exprimir esta aflicción de uña encarnada,
este amor de espasmos en las sienes
y de rodillas vencidas,
permutarlos por un día de playa
lejos de Pearl Harbor.
Quisiera tener tu memoria para sobrevivir,
resucitar tu alegría
y no cambiarla nunca más
por mi sonrisa de ataúd.
Quisiera no soñar mas con esas puertas azules,
con rejas azules,
con esos hombres azules que me arrastran
a una sala inquisidora
y, en contra de mi voluntad,
se reparten mi pacifismo inútil.
Quisiera no conmoverme por lo superfluo,
y no contemplar cada mañana
como una lanza incrustada en el hígado,
como un puñetazo en las tripas,
como una guerra civil ardiendo en mis ojeras.
Quisiera no sentirme tan impar,
elegir ser vida y no naufragio,
no beber esta paciencia de botella agria
que se sorbe a diario
como jarabe de esperanza y salvación.
Quisiera que tu beso aéreo, invisible,
viniera esta noche a tocarme la frente,
me envolviera en su luz tornasol
y descosiera mi piel
de toda la tristeza de enero.
Quisiera ir más allá,
a la orilla alegre de tu mundo,
pero tengo los tobillos de sal
y duele tropezar con tu oxígeno herido.
Quisiera que tu cuerpo fuese mi patria,
y no ser más una costilla errante,
solitaria, apátrida;
no ser más este tipejo indómito,
cínico, paria del mundo.
Quisiera comer con ganas,
no mirar el plato con desánimo y denuedo,
y no revolver la pasta guisada
intentando encontrar tu rostro sensato
o un poco de mi suerte embarrada en ketchup.
Quisiera no ser inquilino de la espera,
e inventar una forma de amar sin palabras.
Pero, por ahora, escribo:
y me revuelvo las entrañas
hasta que me apetezca vivir.

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